FUENTE ALATUR
María Estela Allemand
Era verano del 2009 y el
jardín sufría indicios de cambio. La tierra estaba muy
seca y las guías de pasto en plena época de crecimiento entre los meses de noviembre a marzo estaban detenidas, no avanzaban como siempre. Las flores no florecían y solamente
resistían las amarandas amarillas duras y fuertes. La tarea de regar a
diario me llevaba más tiempo y las enloquecidas chicharras misioneras estaban
calladas, muy pocas veces se las escuchaba. Todas
las tardes grandes nubarrones oscurecían el cielo amenazando la llegada de la
lluvia que no llegaba y en cambio un viento marplatense, en plena selva subtropical, volaba los cedros y el
sol volvía más fuerte casi llegando la noche. Gracias a Dios, a pesar de los peligros, mis pájaros, mis valientes pasajeros del jardín siempre volvían al atardecer a disputarse los sabrosos frutos del amba-y, los benteveos salpicaban sus alas en la piscina y los colibríes bailaban alrededor del jazmín. Sin
embargo, el clima estaba raro. Yo cursaba el Postgrado en Turismo Rural de la Fauba, donde ya habíamos tratado el tema y aprovechaba a contar estos indicios que advertía en mi propia casa, síntomas de un proceso de cambio que se hacía evidente ante los ojos de los que vivíamos inmersos en un sitio rural, y manteníamos una relación existencial con el paisaje. Recién comenzaba a tomar conciencia de estos signos de cambio del clima que la humanidad iba a tener que enfrentar en el futuro.
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